jueves, 15 de mayo de 2008

LA FE DE UN HEREJE DE WALTER KAUFMANN

LAS CUATRO VIRTUDES DEL ARTISTA

Walter Kaufmann no es del teatro, pero me ha otorgado tantos consejos útiles para la profesión que debería incluirse en cualquier bibliografía teatral - especialmente en lo tocante a la tragedia griega.

Kaufmann tiene dos libros seminales de los años cincuenta sobre la religión. El primero, Crítica de la Religión y la Filosofía, tiene una traducción española, y la he citado en varias ocasiones en estas páginas. Sobra decir que recomiendo su lectura vehementemente. El segundo libro no tiene traducción, y se llama The Faith of a Heretic, y tiene una temática parecida al pequeño diálogo entre el Obispo de Milán Carlo María Martini y Umberto Eco, entitulado ¿En qué creen los que no creen? - pero con mucho más calor humano.

En la segunda parte del libro, el maestro, después de hacer un análisis riguroso y abierto de diversas visiones religiosas en sus dos libros, se atreve humildemente a plantear cuatro consejos para una vida recta y feliz. Quisiera compartir estos cuatro consejos, que me parecen sumamente prácticos, sumamente humanos, nada trascendentales ni moralistas pero completamente morales, y finalmente muy útiles para el actor que está buscando su camino en la vida espinosa del teatro.

Las virtudes que plantea son las siguientes:

"Mi propia ética no es absoluta sino una moralidad de apertura. No es una moralidad de reglas sino una ética de virtudes. No ofrece seguridad sino metas.

"Para comunicarla hay que enumerar virtudes. Una lista larga sería ineficaz; una lista corta probablemente dejaría de un lado mucho que yo considero importante. He aquí cuatro virtudes cardenales.

"La primera no tiene un nombre único sino es una fusión de la humildad y la aspiración. La humildad consiste en darse cuenta de sus propias limitaciones graves y recordar que de pronto uno está equivocado. Pero la humildad mezclada con engreidez, con complaciencia, con resignación no es una virtud a mi parecer. Lo que alabo no es la mansedumbre que se agacha en el polvo, contenta de ser mezquina, activa en no querer destacarse, sino la humildad con las alas de la ambición. La aspiraciones mezquinas pueden satisfacerse y ser hostiles a la humildad. Por ende, la ambición y la humildad no son virtudes: tomadas por separadas, no son admirables. Mezcladas, representan la primera virtud cardenal. Puesto que no tiene nombre, tendremos que bautizarla bajo el riesgo de parecer chistosos: humbición.

"Un ejemplo de pronto ayudaría, ya que el prejuicio popular considera que la ambición y la humildad son irreconciliables. Considere las noticias recientes acerca del pianista Sviatoslav Richter. Con frecuencia, nos informan, Richter 'resulta tan descontento de su propio concierto que se ha sentado después de que todo el público se ha ido y ha tocado el programa entero de nuevo.' Cuando hacía una grabación,'los músicos se desconcertaban cuando llegaban al final de un movimiento que parecía perfectamente fiel a la partitura y luego levantó la mano para indicar que quería empezar todo de nuevo. [...] Él completó el concierto de 50 minutos después de siete horas concentradas de grabaciones y regrabaciones.' Cuando un crítico le preguntó de explicar la diferencia entre dos conciertos que había dado en Nueva York de la misma sonata, respondió: 'Es muy sencillo. La primera vez la toqué mal.' El crítico protestó: 'Pero no es eso lo que yo quería decir.' Richter respondió: 'Pero es lo que yo quería decir.'

"Lo que está en las apuestas trasciende cualquier ejemplo así. Pocas cosas resultan tan difíciles como ver sus propias fallas. Las nuestras habitualmente parecen muy distintas de las fallas de los demás, ni siquiera parecen fallas en absoluto. Cuando nos damos cuenta de esto, la mansedumbre declara: ¡No juzgues, para que no te juzguen! Y entre dientes el diablo añade: Por ese camino todo ese puñado de gente irá al infierno. Pero la humbición dice: yo puedo ver la oscuridad de tu alma, pero no la propia, y tú puedes ver lo que se me escapa a mí; siendo francos, podemos ayudarnos. No, el diablo interpone; se lastimarán los sentimientos los unos de los otros; sean corteses; ¡sean mansos! Pero la humbición responde: ¡juzga, para que te juzguen! Un escritor como Tolstoy, por ejemplo, quiere que juzgues a los personajes de Anna Karénina. Hace todo lo posible para que veas sus diversos auto-engaños y debilidades. Pero el lector que no sea irremediablemente ciego debe decir: ego quoque, yo, también, soy culpable. Tradicionalmente una cierta falacia la llaman: tu quoque; tú, también. Acusado de una falla, que sea de un crimen o de una falta de lógica, un hombre devuelve la acusación y lo carga de la misma falla. Pero dos males no erradican uno. De la misma manera, el lector manso probablemente dirá, ego quoque, suponiendo que no está en ninguna posición para emitir un juicio. Pero el lector que Tolstoy busca ice: este hombre se está engañando; vive de mala fe; queda corto ante lo que podría ser, y yo también. La umbición vuela por encima de la resignación.

"Por supuesto, el juicio puede nacer de la envidia, del resentimiento y del odio; y 'no juzgues' puede significar un riunfo sobre el resentimiento. Pero uno no debería quedar satisfecho de un tal triunfo. Pronto 'no juzgues' se ransforma en un consejo de timidez. ¿Quién soy yo, después de todo, para juzgar? Si yo lo perdono, de pronto me perdona a mí. Si no soy severo con ellos, de pronto no serán severos conmigo; y si los demás no son severos conmigo, ¿por qué debería yo ser severo conmigo mismo? Todos somos personas pequeñas; quedémonos así. Pero yo digo: una mansedumbre así no es una virtud. Es muy poco probable que Jesús quiso fomentar una mansedumbre así. También dijo: '¿Piensan que yo he llegado para traer paz al mundo? No, les digo, sino más
bien la división... padre contra hijo e hijo contra padre, madre contra hija e hija contra madre.' Él juzgó hasta la
religión organizada, a teólogos, y a la fe de los hombres, y a los compromisos de los hombres. Y tampoco vacilaron sus discípulos y los primeros cristianos en juzgar la religión y sus portavoces. Sólo en el mundo moderno los hombres que consideran una blasfemia que alguien critique a la religión organizada, a los teólogos y a la fe de los hombres invocan el nombre de Jesús. Los primeros cristianos, en el mundo greco-romano, se enfrentaron con un respeto similar de la religión organizada, 'tomara la forma que tomara', se opusieron a él.

"Por supuesto, no dijeron: ¡juzgue, para que te juzguen! Juzgaron a los demás, confiados que la perfecta verdad estaba de su lado. La humbición no tiene una tal confianza; dice: Seguramente debe haber fallas y errores de mi lado, pero es difícil para mí encontrarlos. Si ignoro las fallas de los demás, abandono la esperanza para ellos y para mí mismo. Si nunca hubiera visto sus fallas, o las suyas, de pronto habría pensado que la verdad estaba de mi lado. Viendo a sus menoscabos, infiero la probabilidad de los míos, y de hecho reparo docenas de fallas en mí mismo las cuales, si no fuera por las suyas, yo habría pasado por alto. Juzgando a tí, me juzgo a mí mismo. Te han dicho: Ama a tu vecina como a tí mismo. Yo añado: júzgate a tí mismo como juzgas a tu vecino, y exige más de tí mismo que de él. Insatisfecho con tu vecino, dile y trata de superarlo.

"La segunda virtud cardenal es el amor. El 'amor' puede parecer cubrir una multitud de virtudes, pero de nuevo es sólo una fusión de cosas diversas que merece el nombre de una virtud cardenal. Martin Buber recuenta una historia hasídica originalmente relatada por el rabino Mosheh Leib: 'Cómo uno debe amar a los hombres, lo he aprendido de un campesino. Estaba sentado en una taverna con otros campesinos, tomando. Durante un buen tiempo estaba callado como los demás, pero cuando su corazón se removió por el vino, dijo a su vecino: 'Dime, ¿tú me amas o no me amas?' Y el otro respondió: 'Te amo mucho.' Pero el primer campesino respondió: 'Tú dices, te amo; y sin embargo tú no sabes que me hiere. Si me amaras de verdad, tú sabrías.' Esa es una norma de amor mucho más alta que tiene el común de los hombres, y sin embargo claramente no es suficiente: uno podría tener la intuición de saber qué hiere a los demás sin que le importara a uno, no compartir sus heridas, no amar. El rabino hasídico concluyó: 'Entendí: ése es el amor de los hombres, sentir sus deseos y sufrir sus dolores. En cuanto al amor de hombres se refiere, ésa es una definición espléndida. A esto podemos aspirar con respecto a todos los hombres con quienes tenemos trato, todos los hombres con quienes tenemos que adoptar alguna actitud: miembros de nuestra familia, colegas, empleados, patrones, escritores, incluso hombres como Hitler. No es verdad que una tal actitud hacia los hombres que agreden a uno o que han infligido
sufrimientos insoportables a millones sea imposible o sobrehumano. Cualquier escritor de distinción debe hacer lo mismo.

"Dostoyevsky, Tolstoy y Shakespeare se destacaron en su habilidad no solamente de sentir los secretos de almas perversas a quienes la mayoría de los hombres odiarían sino de lograr que el lector se proyectara en tales hombres. Mucho mejores que generaciones de predicadores, ellos enseñan el secreto del amor a los hombres, que es una ampliación de nuestra imaginación que empieza como una curiosidad y termina con una proyección. El amor en un sentido más habitual a menuda se considera una experiencia completamente distinta de un tal amor a los hombres. De hecho, el amor normal y el amor al vecino no son ni idénticos ni completamente distintos; conforman una gradación contínua. Los que hablan y escriben juiciosamente no consideran la mera intensidad de una emoción suficiente para merecer el nombre de amor; debe haber una preocupación fuerte y sostenida por los anhelos y dolores de la otra persona. El hecho que el amor no es una mera emoción es la razón que el Antiguo Testamento y el Nuevo podía obligarnos a amar; y por la misma razón tiene sentido de hablar del amor como una virtud. La continuidad de las dos clases de amor es reversible. El amante que inicialmente está vencido por una emoción intensa gradualmente llega a una preocupación cada vez más profunda por los sentimientos, pensamientos y bienestar de la persona amada. Conversamente, si empezamos por pensar a los demás seres humanos como esencialmente parecidos a nosotros mismos, y sentimos sus anhelos, podemos llegar a soportar sus dolores también. La paradoja del amor no es que nos vemos obligados a amar sino que hay un sentido en el cual es más difícil amar a los que amamos más. Mandar a la gente de colocarse en el lugar de sus prójimos, ensando en los pensamientos, sentimientos e intereses de los demás, tiene excelente sentido.

"Lo que pocos hombres han reconocido de manera conciente es que la gente muy inteligente a menuda es la enos capaz de lograr un tal amor con respecto a los más cercanos a ellos mismo, a los que ellos, según ellos ismo, aman más que todos. El impacto enorme de la primera tragedia de Odipo de Sófocles se relaciona con este hecho. La tragedia de Edipo es una tragedia humana común; su condición es nuestra condición; y su fracaso nos sacude porque es nuestro fracaso también. Con su valor, inteligencia y honestidad destacados es la imagen de la nobleza. Pero aunque descifró el enigma de la Esfinge y entendió la condición humana como nadie más, era ciego, enfrentado con su padre, madre e hijos. Esto no implica una lectura de las ideas propias en los los textos: el contraste entre el Tiresias ciego que ve las relaciones de Edipo por lo que son y Edipo quien, burlándose de la ceguera de Tiresias, no ve, es central en la tragedia de Sófocles; y cuando Edipo por fin ve lo que, por toda su inteligencia y las innumerables pistas en su camino, no había visto, se quita los ojos.

"Cuando se trata de la gente más cercana a nosotros, estamos tan involucrados, somos partidos tan interesados, el descubrimiento nos colocaría en situaciones tan extrañas y señalaría tan claramente nuestra propia responsabilidad y culpa, que incluso los que normalmente tiene un ojo agudo fracasan en este punto. Freud entendió que la condición de Edipo debe ser la nuestra también, de alguna manera; pero no percató este aspecto de la tragedia. Si Ernesto Jones tiene razón en su biografía de Freud, y algunos de los discípulos muy cercanos eran de hecho bastante enfermos, una implicación escapa a Jones por completo. Él piensa que ha mostrado que Freud tenía razón y ellos se equivocaron. Inconcientemente, sin embargo, también insinúa que Freud, el Edipo moderno que descifró el enigma de la Esfinge y entendió la condición humana como nadie más, fue particularmente ciego ante sus amigos y discípulos más cercanos, incapaz de ver cuan enfermos eran. Deja que nosotros, en las palabras de Deuteronomía, "oír y temer".

"El amor como virtud no termina con la proyección y el entendimiento. No se satisface por percibir y simpatizar; implica la voluntad de asumir la responsabilidad y de sacrificarse. La devoción y el compromiso por sí mismos provocan cierta admiración pero no son virtudes y los hemos examinado detenidamente en el capítulo sobre 'Compromiso'. Fusionado con el amor, representan la segunda virtud cardenal. ¿Es esta la concepción cristiana del amor? No existe tal cosa como "la" concepción cristiana del amor: en distintas épocas, distintos cristianos han tenido muchas concepciones distintas del amor. Pero cuando uno ofrece cuatro virtudes cardenales, es pertinente considerar el famoso peán al amor de Pablo en Corintios 13, puesto que es la exposición clásica de las tres virtudes cristianas. Pablo junta el amor con la fe y la esperanza, y su concepción del amor incluye la fe y el amor: 'El amor,' dice, 'cree todas las cosas, espera todas las cosas.' El amor al cual refiero no cree todas las cosas ni espera todas las cosas. Más bien sobrevive la desilusión y persiste en la desesperanza. El amor no es amor que cesa sin fe o esperanza. Siempre cuando la fe y la esperanza lo apoye, apenas es más que amor juvenil.

"Que el amor es placentero es un mito popular, o, para decirlo con más caridad, es la excepción. El Buda sabía que el amor traía 'el dolor, la miseria, el sufrimiento, el duelo y la desesperanza'; y él aconsejó el distanciamiento. El amor que yo considero una virtud no es el amor ciego de los amantes ni el amor confiado, lleno de esperanza de Pablo, sino el amor que sabe lo que sabía el Buda y ama todavía, con lo ojos abiertos.

"La tercera virtud cardenal es el valor. Entra en cada una de las otras tres pero merece una dmiración especial. Para ser grandemente ambicioso sabiendo sus propias limitaciones exige valor. El consejo de la timidez es mantenerse de bajo perfil en vez de arriesgar grandes fracasos. Amar sin ilusiones exige valor. El consejo de la cobardía es la prudencia, y el sencillo sentido de evitar que lastimen a uno. ¿El valor, entonces, es menos fundamental que las dos primeras virtudes y no más un ingrediente de ella? Al contrario, el valor es más fundamental; y sin valor no hay virtud. En todo Yo hay una aspiración más allá del presente. En el hombre esta aspiración se vuelve conciente, se vuelve razón, se vuelve conciencia. Fundamentalmente, la razón es la capacidad de formar conceptos generales para saltar más allá de este instante presente, y se hace concibiendo lo universal. "Verde" y "redondo" y "rápido" y "fiable" son tantas aspiraciones hacia lo dado, tantos triunfos por encima de la carcel del presente. Los conceptos generales pueden volver metas y normas y reproches: lo que he trazado no es redondo; quiero correr rápido; no fuiste fiable. La conciencia nace cuando la razón hace autoconciente la conciencia. Tan pronto como la aspiración se vuelve autoconciente y la conciencia aparece, se necesita valor. Sin el valor, la aspiración se niega, y la conciencia se calla por inactividad, incapacidad de intentar, pereza y por la humildad que no es valor, la mansedumbre.

"El valor es una vitalidad que conoce los riesgos que corre. El valor puede participar en hechos que no admiramos; pero incluso en este caso el valor evoca admiración. Sin valor, Odiseo sería malicioso, agresivo y digno de nuestro desdén; puesto que tiene valor, es uno de los héroes más admirados de la humanidad a quién muchas generaciones han emulado. Sin valor, Coriolano, Julio Cesar, Hamlet, Macbeth y Otelo todos perderían el derecho que tiene sobre nuestras simpatías; es el valor que los hace héroes. No hay héroe trágico sin valor: todo poeta trágico exige la simpatía y admiración para su héroe otorgándoles un valor excepcional. Incluso cuando estamos aliados con causas que detestamos, el valor nos habla, la voz de la conciencia, llamándonos de abandonar nuestra pereza y resignación, un reproche y una invitación.

"La cuarta virtud es la honestidad. Como el valor, ella participa de las otras tres. La humbición exige enfrentarse honestamente con nuestras limitaciones y recordar lo que la deshonestidad siempre nos tienta olvidar: que de pronto nos equivocamos. El amor exige enfrentarse honestamente con lo que duele: el sufrimiento de los demás, el cual sería más cómodo ignorar, y las fallas de los demás que ponen límites a la esperanza y a la fe, destrozan ilusiones y invitan al desespero. El valor exige enfrentarse honestamente con los riesgos: no temer peligros que uno desconoce no es valor. ¿La honestidad, por ende, es menos básica que las otras tres? ¿O es fundamental porque sin honestidad no hay virtud? Sería ocioso intentar una respuesta porque la honestidad admite tantas gradaciones. Un poco de honestidad es tan fácil, tan común, tan inevitable, apenas es una virtud. Pero la honestidad completa es la virtud menos frecuente y más difícil de todas; y sin ella, cada una de las otras tres es un poco deficiente.

"Mi concepción de la honestidad, y de la diferencia crucial entre la honestidad y la sinceridad, ya la expuse en el Capítulo II. Que la honestidad completa es difícil y poco frecuente es la carga de este libro. La falta de la honestidad completa toma tantas formas que exige un libro para explorar apenas algunas maneras típicas. No hay diablo; no hay necesidad: la deshonestidad hace su trabajo. La deshonestidad dice: Mi opiniones son lo que yo quiero decir; las suyas son lo que usted dijo. La deshonestidad dice: Estás haciendo todo lo que puedes.Estás mejor que tus alcances y tu comportamiento. Nunca tuviste un chance. No tiene sentido intentar porque estás acorralado. A tí te falta la capacidad de hacerte algo. Vas a hacer cosas grandes, pero todavía no. Nunca eres deshonesto.

"La deshonestidad también dice: Por supuesto, tú eres un hombre honesto, pero esta situación es excepcional. Por supuesto, no aprobamos la deshonestidad, pero cuando tratas de limpiar el gobierno, no puedes ser detallista; después de todo, él está haciendo un trabajo maravilloso, y ellos lo merecen, y está bien para el partido, y él es uno de los nuestros, y cualquiera que protesta contra sus métodos sin duda tiene algo que esconder. La deshonestidad también dice: La honestidad en todo su honor, pero cualquiera que cuestiona la honestidad de los teólogos debe ser un ateo; y los ateos deberían tener la decencia de quedarse callados.

"La honestidad en todo su honor, pero éste es un tiempo cuando se necesita un pensamiento positivo, constructivo más que cualquier otra cosa; como son las cosas, hemos recibido demasiadas críticas. Y el pensamiento positivo, constructivo es un bálsamo placentero y animador para el alma cansada. Al contrario: el pensamiento positivo de los profetas falsos que gritan, 'Paz, paz' cuando no la hay es consolador, pero no es honesto. Como lo sabían Moisés y los profetas, uno tiene que desarraigar y desbaratar antes de que uno pueda plantar o construir.

"Quién alaba la honestidad no será entendido al menos que explique lo que quiere decir por deshonestidad. Las afirmaciones que implican negaciones son sin sentido. Moisés y los profetas eran constructivos, y sus afirmaciones morales resuenan por toda la historia. También resuenan sus críticas, sus negaciones, sus condenas apasionadas. La deshonestidad se aproxima a la omnipresencia mítica del pecado original. Encuentra su expresión en complicaciones innecesarias que, aun cuando no se arman para impresionar a los confiados, ayudan a engañar al escritor, o al orador, acerca de su propia falta de claridad u otras debilidades. Encuentra su expresión en la prosa ostentosamente sencilla de los que simplifican demasiado y dan una impresión
falsa. Se esconde detrás de un velo de una sofisticación falsa cuya máxima es que la deshonestidad es sencillamente inevitable. Y con esto vuelve con su frase favorita: estás haciendo todo lo que puedes.

"Éstas son mis cuatro virtudes cardenales: la humbición, el amor, el valor y la honestidad."

No hay una frase de esta cita de Kaufmann que no sirve al actor serio, y que no le ayudará a transformar su profesión no solamente en una gran arte, sino en una actividad ética y moral.